Argentina: por una Patagonia sustentable, contra la minería

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La Patagonia argentina es una vasta región de 800.891 km2 que encierra una gran variedad de ecosistemas. Topográficamente pueden identificarse dos ambientes: el andino (compuesto por la Cordillera de los Andes Australes, con bosques, lagos y ríos) y el extrandino (zona de mesetas y estepa).

Durante años, la Patagonia ha sido minuciosamente explorada desde el cielo y cateada en el terreno por centenares de geólogos de todas las nacionalidades. El resultado es un mapa de concesiones mineras. Todo ese proceso --más la creación de redes de influencia en los gobiernos provinciales que permitieron la aprobación de leyes favorables a las empresas inversoras-- se ha hecho a espaldas de la población.

Desde el ámbito político tradicional la respuesta ha sido nula. Hasta hace poco, la cuestión ambiental no era tenida en cuenta y predominaba el prejuicio de que ‘crecer’ es algo siempre bueno, un proceso ‘necesario’ que tiene costos altos e inevitables. Luego se dijo que había que apostar a las tecnologías verdes, a las normas IRAM [organismo de certificación nacional], a las carpetas de impacto ambiental o a cuestionables estudios de costo/beneficio.

En otras palabras, lo que dicen es “Alto! ¿Adónde cree que va? Pase por caja, por favor!”, porque si contaminar es negocio, producir el show de la descontaminación y la prevención también. Los controles ambientales --“minería sí, pero con control”-- son sólo parte de la misma mentira. Los hechos demuestran todo lo contrario: los tóxicos de Mina Angela --cianuro y mercurio-- se enterraron en la mina y ahora los drenajes ácidos se filtran aguas abajo. Los informes sobre la “remediación” realizada a costos millonarios por el estado argentino parecen haberse esfumado de la Dirección de Minas de la provincia de Chubut. Lo mismo ocurrió con los análisis de aguas realizados por Gendarmería en Andacollo, en la Provincia de Neuquén, donde derrama su veneno la Andacollo Gold.

En otros casos --no pocos-- se recurre a la violencia directa o indirecta para acceder a la naturaleza y literalmente “explotarla”, devastando los cerros, contaminando ríos y lagos, deforestando amplias superficies de bosques.

Los “éxitos” económicos de algunos países generaron una gigantesca deuda ecológica que ocultaron bajo la alfombra por más de dos siglos y que por cierto no figura en las estadísticas. Lo que comúnmente llamamos “economía”, entonces, es solo la fina y rutilante capa exterior de algo que esconde monumentales destrozos, sufrimiento y explotación humana en todo el mundo. Destrozos que se externalizan (una palabra elegante para expresar que se ocultan), como los residuos químicos, la pérdida de biodiversidad e incalculables daños de tipo social.

El gran desafío industrial, científico y político no es seguir “siempre para adelante”, como repetirían obedientemente los tripulantes del Titanic, sino buscar caminos diferentes, impulsados por una ciudadanía protagonista.

En ese sentido, las movilizaciones contra la minería de los autoconvocados de Esquel (provincia de Chubut), Andalgalá (Catamarca), San Juan (San Juan), Andacollo (Neuquén), Jujuy (Jujuy), Ingeniero Jacobacci (Río Negro) y nuevas que se van incorporando y aportan visiones críticas, sumadas a las Mapuche-Tehuelche, que dan lecciones de teoría económica a los que se consideran a sí mismos el centro intelectual o político del mundo, del país o de las provincias. Hay una ciudadanía interconectada que rechaza al sistema porque descubre sus inconsistencias y las vive en carne propia. Esta incipiente red, variada, amplia, democrática, múltiple, confusa, inmadura si se quiere, pero también integradora, productiva y creativa, le está dando respuestas --y generando alternativas-- a un sistema fraudulento, empobrecedor y plagado de conflictos por donde se lo mire.

Los mapas centralistas, especialmente los mapas que ‘designan’ o ‘disponen’ usos territoriales, como en el caso de la minería (pero es igualmente aplicable al petróleo, los transportes, o cualquier otra actividad en gran escala) deberán ser revisados totalmente. Quienes hablan de minería ‘nacional’ y definen, con la misma mentalidad extractivista, a la cordillera como ‘recurso’ y a las montañas como ‘obstáculo’ para la obtención de metales o minerales, están del mismo lado que las mineras, solo que proponen agregar una oblea celeste y blanca que dice ‘Extracted in Argentina’.

Por otro lado, no hay agua en la meseta en las cantidades que los megaemprendimientos la requieren. Por lo tanto la bombearán de donde sea: se secarán los pozos, las aguadas y los mallines [ambientes húmedos poblados con especies forrajeras naturales] donde pasta el ganado. La actividad minera --que podrá dar trabajo apenas a un puñado de personas por un tiempo acotado-- competirá destructivamente con otras actividades rurales de larga data en la región, aumentado el despoblamiento del campo y la desertificación, y el hacinamiento en los cordones de miseria urbana.

Hay un cambio político paradigmático en donde una ciudadanía activa empieza a identificar y fijar objetivos económicos generales, y a pensar en cómo lograrlos. Este conjunto de organizaciones sociales y personas quiere, por ejemplo, que ningún metal que salga de Argentina sea usado para motivos bélicos, ni para joyería y decoración de lujo, ni para competir con mercados latinoamericanos, ni para inundar luego a los argentinos con productos cuyo valor agregado queda en otras latitudes.

Exigen que en caso de que se considerara algún tipo de minería, en escala acotada y para fines muy claros --para una economía real, social y ecológicamente hablando, para nutrir un mercado local de artesanos, pequeñas y medianas industrias, para cubrir necesidades regionales y nacionales-- habría que partir de una base totalmente diferente, controlando la totalidad del ciclo: ambiental, tecnológico, laboral, financiero, la renta y el destino de cada mineral o metal que se extraiga.

Las organizaciones sociales de la Patagonia exigen que las tierras que se pretende destinar a la minería, y las que las rodean, sean usadas para cubrir las necesidades básicas de los argentinos, y dedicadas íntegramente a la agricultura orgánica, la recreación, la salud, la educación, a múltiples actividades de alto valor agregado o simplemente como espacio para vivir con voluntaria sencillez. Quieren además recuperar las tierras robadas y que se reconozcan los derechos de los pueblos indígenas. Con ese territorio, con las mismas condiciones impositivas, favores y subsidios que supo conseguir para sí el sector minero, se pueden ofrecer tierras para nuevas colonizaciones para un millón de familias, comunidades solidarias o cooperativas argentinas, y crear fuentes de trabajo digno, creativo y sustentable por siglos, frente a los 26.000 sueldos, ‘regalías’ y devastación que propone esta política minera que, en el mejor de los casos, tiene un horizonte de 10 o 15 años.

Algunos dirán que es difícil de lograr, lo cual tal vez sea cierto. Pero es infinitamente preferible al delirio destructivo y parasitario actual.

Artículo basado en información obtenida de: Entrevista de Verónica Contreras al profesor Andrés M. Dimitriu, publicada en La Bitácora, Patagonia, Argentina, Nº 23, otoño de 2004, correo electrónico: slainte@ciudad.com.ar ; “Calcatreu”, publicado en Argenpress.info, http://www.argenpress.info/nota.asp?num=010771