De Durban a Río+20: ¿y qué hay de nuestra propia agenda?

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Naturaleza

Como era de esperar, la conferencia climática de Durban no tomó ninguna decisión significativa en cuanto al combate de la crisis climática. Un nuevo acuerdo vinculante se firmará, quizás, en 2020. ¿En 2020? Según la red de organizaciones y movimientos llamada Climate Justice Now, esto constituye un “crimen de lesa humanidad”. Parecería que los gobiernos, y en gran medida aquellos más responsables de la crisis climática, han abandonado la idea de tomar en cuenta a las personas, especialmente a las mujeres pobres, que hoy son víctimas del cambio climático y están siendo afectadas o fuertemente amenazadas por él.

Ahora bien, sabemos y hemos visto que esos gobiernos sí toman en cuenta, y mucho, sus propios intereses, sus riquezas, sus empresas transnacionales y sus instituciones financieras. Siguen negando su responsabilidad – histórica – por el cambio climático, y siguen contaminando, incluso más que antes, pero señalan con el dedo a países como China, India y Brasil, que han comenzado a contaminar más. Los pueblos, tanto del Norte como del Sur, e incluso muchos gobiernos, sobre todo del Sur, no son más que observadores en las conferencias. No son consultados, a pesar de que las consecuencias serán enormes para la gran mayoría de la población mundial, que vive en el Sur, y cuya responsabilidad por la crisis climática es ínfima.

El próximo encuentro en el que los gobiernos discutirán sobre el clima y el medio ambiente será la Conferencia Río+20, en junio de 2012, veinte años después de la conferencia de 1992 realizada en la misma ciudad. En 1992, la crisis ambiental ocupaba un lugar más importante en el debate internacional. Veinte años más tarde, el problema del clima y, en términos más generales, el problema ambiental, ya no son prioritarios para los gobiernos del Norte. Aparentemente, sólo les interesan si pueden beneficiar a sus empresas, sus bancos y su crecimiento económico, incluida la posibilidad de compensar su contaminación a través de proyectos REDD+, falsamente destinados a conservar los bosques. Así, no causa sorpresa que la palabra “economía” – y no ambiente, ni clima, ni naturaleza, ni población – figure en el centro del debate de Río+20. Y para que suene mejor, y no tan “lo mismo de siempre”, se le llama “economía verde”.

En Durban, en diciembre pasado, se podía oír, entre las organizaciones de la sociedad civil y los movimientos sociales que hablaban de la conferencia oficial, comentarios como los siguientes: es hora de que construyamos y decidamos nuestra propia agenda, en lugar de seguir la de los gobiernos y sus conferencias, que no conducen a soluciones reales sino a más frustraciones, además de beneficiar a las empresas. Quizás esta idea de una “agenda propia” sería una manera más fructífera de actuar y de influir sobre conferencias y gobiernos.

Tal vez una forma de elaborar esa agenda de los pueblos por las organizaciones y los movimientos podría ser que, en lugar de gastar tiempo, dinero y energía en asistir a las conferencias, se invirtiera tiempo, dinero y energía en encuentros con las comunidades a escala local y regional, para analizar lo que sucede en dichas conferencias y contribuir a discutir sobre acciones locales, regionales, nacionales e incluso internacionales con el fin de ejercer presión sobre los gobiernos. Quizás un impulso coordinado de ese tipo, en muchos países del mundo, en el Norte y en el Sur, antes, durante y después de las conferencias, lograría que los gobiernos estuvieran más dispuestos a escuchar a la gente y a considerar sus reclamos.

Más concretamente, para Río+20 las organizaciones participantes, en lugar de asistir a las conferencias y organizar sus propios programas de actividades, que suelen ser interesantes pero resultan a menudo separadas y fragmentadas, podrían trabajar en la elaboración de un programa conjunto, que incluya un apoyo concreto a las luchas populares contra proyectos destructivos (*), con el fin de presionar a nuestros gobiernos para que adopten soluciones reales para la crisis del clima y las otras vinculadas a ella. Una propuesta de este tipo podría convocar a muchas más personas a nuestras movilizaciones y tendría quizás una influencia mucho mayor sobre nuestros gobiernos. Ese espíritu de cooperación debería continuar más allá de Río+20, para construir un movimiento más fuerte.

Esta propuesta está siendo difundida por el Llamado a la Movilización Conjunta, hacia Río+20 y más allá, lanzado el mes pasado por organizaciones, redes y movimientos sociales embarcados en la organización de la Cumbre de los Pueblos por la justicia ambiental y social, contra la mercantilización de la vida y la naturaleza y por la defensa de los bienes comunes, que se realizará en Río de Janeiro, Brasil, del 18 al 23 de junio de 2012, paralelamente a la conferencia Río+20 (el texto completo del llamado está disponible en http://www.wrm.org.uy/RIO+20/Nos_movilizamos.html).

Necesitamos ser creativos, encontrar maneras más eficaces de luchar contra las relaciones desiguales de poder, incluida la desigualdad de las relaciones entre los sexos. Los movimientos sociales nos enseñan que, para modificar dichas relaciones de poder, la formación de un movimiento con mujeres y hombres es una herramienta indispensable. Es posible construir un movimiento fuerte y poderoso, sobre todo si comprendemos que las mujeres y los hombres del mundo entero se ven afectados, si bien de maneras diferentes, por las prácticas de las empresas y demás actores, Estados incluidos, que sólo apuntan a obtener mayores ganancias, con el respaldo de instituciones financieras y gobiernos. Si la opinión de la gente se manifiesta con más fuerza y unánimemente, será cada vez menos fácil para nuestros gobiernos no escucharla o no tenerla en cuenta.

(*) Algunos ejemplos de esto son la lucha de las comunidades contra la industria siderúrgica de las transnacionales Thyssenkrup y Vale, y la de miles de personas contra la expulsión causada por la construcción de infraestructura para la próxima Copa Mundial de Fútbol. Dicho sea de paso, ambos proyectos pretenden formar parte de la “economía verde”, vendiendo créditos de carbono y “compensando” la destrucción ambiental.